Dicen que fue partiendo
de una carta que el Senador
Publius Lentulus, pro-consul
de Judeia, había
dirigido a Tiberio César,
en Roma, que los pintores
del Renacimiento se basaron
para pintar el retrato
de Jesús.
Esa carta estaría,
hasta hoy archivada en
el museo de la ciudad
eterna, pero, comprobación
probada de eso nadie puede
hacer, lo que resulta
lamentable, pues sería
un documento notable de
descripción de
los trazos físicos
y psicológicos
hecha por un hombre inteligente
y muy observador.
A través del tiempo,
aparecieron varias versiones
de ese escrito: suscintas,
completas, mas todas bastante
coherentes entre si, de
manera tal que conserva
su valía y un posible
origen verdadero.
El más interesante
texto vino insertado en
un viejo libro de la literatura
portuguesa, en que el
autor dice haberla copiado
de la obra medieval, Vita
Cristo, editado en lengua
arcaica , lo que da un
tono muy especial, curioso
y riquísimo en
valores semánticos.
“Existe actualmente
en Judea un hombre de
una virtud singular, a
quien llaman Jesús
Cristo; los bárbaros
lo tíenen como
profeta; sus sectarios
lo adoran como descendiente
de los dioses inmortales.
El resucita a los muertos
y cura a los dolientes,
con la palabra o con el
toque; es de estatura
alta y bien proporcionada;
tiene semblante plácido
y admirable; sus cabellos
son de un calor que casi
no se puede definir; le
caen ensortijados hasta
debajo de las orejas y
se le derraman por os
hombros, con mucha gracia,
separados en lo alto de
la cabeza del modo de
los nazarenos”.
Su frente es lisa y ancha
y sus pómulos están
marcados de admirable
rubor. La nariz y la boca
son formados con admirable
simetría; la barba,
densa y de un calor que
corresponde a la de sus
cabellos, le baja una
pulgada por debajo del
mentón y dividida
por el medio, forma más
o menos la figura de un
foçado.
Sus ojos son brillantes,
claros y serenos, y lo
que sorprende es que resplandecen
en su rostro como los
rayos del sol, aunque,
nadie puede mirar fijamente
su semblante, porque cuando
resplandece apavora y
cuando ameniza, llora;
se hace amar y es alegre
con gravedad. Tiene los
brazos y las manos muy
bellos.
El censura con majestad,
exhorta con delicadeza,
quiere hablar, quiere
llorar, hagalo con elegancia
y con gravedad. De letras,
se hace admirar de toda
la ciudad de Jerusalén;
sabe todas las ciencias
y nunca estudió
nada. El camina descalzo
y sin nada en la cabeza.
Muchos se rien viéndolo
así, sin embargo
en presencia suya, hablando
con él, temen y
se maravillan. Nunca lo
vieron reir, pero tampoco
lo han visto llorar muchas
veces. Es sobrio, muy
modesto y muy casto. En
fin, es un hombre que
por su belleza y perfección
excede otros hijos del
hombre.
En el texto medieval,
aún, hay más
explicaciones, definiendo
colores y situaciones.
Por ejemplo:
“Sus cabellos eran
de avellana madura y llegaban
hasta las orejas parejos
y llanos y de allí
hasta el fondo todo lo
que se quiere de crespos
y rubios y le cubrían
y la volaban sobre los
hombros. La frente amplia
es muy clara y la cara
sin arrugas ni rencor
lo cual lo embellecía
y enrojecía.”
Por los datos, no es difícil
deducir que los pintores
del final de la Edad Media
o ya los del Renacimiento
pleno no tuvieron mucha
dificultad en trazar lo
que en modernos términos
podríamos llamar
de el primer retrato hablado
de la historia de una
personalidad realmente
universal. ¡Y eterna!