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Wanderlino Arruda
Djalma Souto




 

Hotel San José

Wanderlino Arruda

Hace cerca de dos años, vengo recorriendo, poco a poco, la calle Dr. Santos, a petición del colega Elton Jackson y en obediencia a un esquema tiempo-espacio trazado desde la primera crónica sobre el asunto. Y mi objetivo es llegar a la calle Bocaiúva y, ahí, complaciendo un sueño de mi amiga Nailé, fiel cobradora de mis recuerdos de vecino, hablar de cuando ella era casi una señorita, de los tiempos del nacimiento de João Wlader y de José Danilo.
Paso a paso, salí del Hotel San Luis, de Doña Nazereth Sobreira y del Bar de Adail Sarmento, al inicio de la calle y hoy llego al hotel San José, de Doña Laura y después de Doña Emilia y del inolvidable Juca de Chichico y del eterno gerente Geraldo.
Son recuerdos agradables, grandemente gratificantes de un joven que alcanzaba la edad adulta, ya huéped en hotel, con una individualidad y una privacidad nunca antes imaginadas como huésped de pensiones.
En el Hotel San José, cuya placa decía el mejor y mayor, ser huésped ya era un gran privilegio, marcaba, quieralo o no, un status de matar de envidia a los estudiantes de las repúblicas o a aquellos que vivían despreciados en las casas de parientes, muchos en cuarticos de desahogo en el fondo del patio.
Fue allí que tuve, por vez primera, una habitación sólo mia, con escaparate y baño, inicialmente en la planta baja, del lado interior que daba al patio, en el ala de la Plaza Coronel Ribeiro y después en el primer piso, casi de frente para las dos más importantes direcciones: los apartamentos de Ademar Leal Fagundes y del director del DNOCS, de quien no recuerdo más su nombre.
Fue una mejoría de situación social sin límites, cuando compré dos pantalones de tropical, una media docena de camisas, medias nuevas etc, realizando así un viejo sueño, un radio segunda mao raboquente que tocaba músicas y daba noticias todas las mañanas.
El Hotel San José era un mundo aparte, bueno, alegre, importante, elegante, principalmente después que el Sr. Juca asumió su dirección y realizó en él una gran reforma.
La nostalgia dejada por la ausencia de Doña Laura fue compensada con la elegancia de Doña Emilia y la descontraída presencia de los hijos ; principalmente de una niña que era la más bonita de la calle Doctor Santos, la Mercesiña, ya casi en el comienzo del noviazgo con João Walter Godoy. Ze de Juca, Lauro, Bernardete, todos eran también bastante simpáticos con los huéspedes.
La hora de cenar era casi siempre una fiesta, exigiéndose la mejor ropa de cada participante del banquete diario, una etiqueta fiscalizada de cerca por los sirvientes, principalmente Fernando, quien hasta hoy trabaja como camarero.
Pocos fueron los estudiantes que consiguieron la permanencia en el cuadro de huéspedes. Uno a uno iba saliendo, pidiendo o ricibiendo las cuentas, después de un juego más fuerte, o por falta de respeto a la posición de gente importante y seria como era el sesudo y culto hacendado Ademar Leal; el millonario Manoel Rocha, la mayor figura del Ejército en la región, el sargento Moura, el abogado José Carlos Antunes, quien hablaba inglés correctamente; Lagoeiro, músico jefe regional de la Radio Sociedad, el director del Banco IBGE y el próprio dueño: el Señor Juca, el único montesclarense en la época que había realizado un viaje internacional de muchos meses por la Tierra Santa y por el mundo antiguo.
Puede resultar exagerado de mi parte, pero, para nosotros, allí era el centro de la ciudad y de la cultura.
Buenos tiempos aquellos, justamente cuando iniciaba mis actividades, ya con los pies en la tierra, nuestro El Diário de Montes Claros, no sé con exactitud, me parece que ya bajo la dirección de Oswaldo Antunes, pues el año en que estamos es el de 1955, cuando recibí de las manos de Waldyr Senna la presidencia del Directorio Estudiantil y cuando fue electa la reina más bonita de todos los tiempos, ninguna otra la ha igualado en nobleza, ni antes, ni después: ¡nuestra Cibele Veloso Milo!

 


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