Yo había llegado
de un viaje de vacaciones,
iniciado a mediados de
diciembre, cuando me entregaron
un aviso y una invitación
para recibir un premio
en Goiania.
La Segunda Semana de Artes
de Goiás había
escogido un cuadro mío
– “Carretera
en Movimiento” –
con premio en dinero y
diploma y quería
la comisión que
yo fuese a participar
personalmente de la fiesta.
Como todavía no
estaba en período
de trabajo no lo pensé
dos veces y tomé
el primer ómnibus
hacia Brasilia, adonde
llegué una linda
mañana, con un
sol de rara belleza naciendo
multicolor en medio de
los dos bloques del Congreso
Nacional, hecho para agradar
bastante a quien pinte
o escriba cualquier pedacito
de vida o de naturaleza.
Y fue allí en Brasília
donde descubrí
el aprieto en que me metiera,
un serio envolvimiento
en dificultades en vísperas
de Navidad.
Ya no había pasaje
para regresar a Montes
Claros a tiempo de participar
de las fiestas de la família.
Todo, además de
difícil, imposible.
Cuando las cosas no estaban
fáciles, lo peor
que puede suceder es calentarse
la cabeza, pero, un poco
de calma será siempre
el mejor camino, ya que
la cautela no hace mal
a nadie.
No ir para Goiania a aquella
hora sería colocar
la alegría y el
sacrificio en total prejuicio.
Quedarme en la capital
no era bien mi destino.
Ir para otra ciudad también
no tenía gracia
alguna. ¿Qué
hacer entonces?
¡Examinar todas
las posibilidades, uai!
Y fue ahí que hallé
la mejor solución.
Rapidamente vi que un
viejo sueño podría
ser concretado, ya que,
conocer el gran sertón
era mi más viejo
anhelo, principalmente
si pudiese pasar por la
Sierra de Las Araras y
ver todas las matas descritas
por Guimarães Rosa
en sus libros.
Compré el último
pasaje del día
23, para San Francisco
con horas previstas de
salida a las 7 de la mañana
con llegada a las 5 de
la tarde, y no pensé
más en tal Premio
de Pintura, mucho más
interesado en la nueva
aventura.
De vuelta de Goiania,
poco antes de las 7, en
Brasília, una multitud
delante de la entrada
de nuestro ómnibus,
gente que daba casi para
tres viajes.
Faltando 5 minutos, el
chofer avisó al
personal sin pasajes que
todos deberían
ir a pie hasta la W-3,
y esperar allá
por un tiempecito, pues
sólo podría
salir de la Estación
con pasajeros sentados.
Se quedaron en la fila
poco más de un
tercio y unos sesenta
salieron para obedecer
la orden.
Lo que vimos, en seguida,
debajo del primer viaducto,
era para cualquier persona
normal dudar, pues no
sería posible aquel
carro soportar ni el peso
ni el volumen de tan numerosa
clientela.
Fueron seis largos minutos
de acomodación.
Acomoda aquí, acomoda
allá, gente más
joven sentada en las piernas
de la gente más
vieja, enamorados y recién
casados bien juntitos,
los más desesperados
sentados en los portamanos,
una verdadera lata de
sardina humana.
Antes de Unaí,
otras dos paradas más
para recoger más
pasajeros. De nada valía
decir que no cabía
nadie más, porque
siempre era encontrado
un recurso, un apretoncito
más y todo bien.
En el punto del café,
donde el chofer dijo que
sería sólo
por un minutito, sólo
para salir pasó
un cuarto de hora. Para
entrar todo el mundo de
nuevo, ahí ya con
más seis pasajeros,
contados por el reloj
no fueron menos de cuarenta
minutos.
También hubo horario
de almuerzo, más
tres compañeros
de aventura y más
demora para entrar y salir,
porque el estómago
lleno siempre despierta
la pereza.
Cuando paramos por la
tarde para la comida,
no precisó nadie
bajarse, porque las naranjas,
los plátanos, los
melones, pasteles y otras,
chucherías, así
como los pedazos de caña
de azúcar todo
fue comprado esta vez
a través de las
ventanillas una gran novedad
y verdadero milagro de
salvación fue la
aparición del agua
mineral, creo que nada
más importante
en un día de tanto
calor.
En la Sierra de Las Araras,
un lugarcito bien bonito,
arbolizado, con una plaza
toda verdecita con césped,
apareció una señora
para viajar, con tres
niños rubiecitos
y un cajón con
dos guanajos haciendo
glu-glu-glu...
Al comienzo, el chofer
no concordó, diciendo
que era imposible, pues
si hubiese lugar para
ella y para los muchachitos.
¿Donde iría
colocar a los guanajos?
Fue una curiosidad general,
gentes y más gentes
sacando la cabeza por
las ventanillas, queriendo
dar opiniones y ayudar
en tal situación.
¿Realmente: dónde
colocar los guanajos?
Problema para nosotros
y para el conductor, porque
para la señora
todo andaba normal. La
doña, llamó
al conductor, mandó
a sacar tres o cuatro
maletas y algunos sacos
y paquetes, miró
y miró el maletero
y como una vieja viajante,
metió su cajón
en medio de los tarecos
de la gente.
Fue un alivio general.
De cabeza erguida, importante,
ella cogió a los
muchachitos, sonrió,
limpió el sudor
de la frente y con ellos
ocupó el primer
escalón después
de la entrada.
Cuando llegamos a San
Francisco, ya no a las
cinco de la tarde, sino
nada menos que a las ocho
de la noche, el ambiente
interno estaba tan cargado
y tan lleno que la puerta
sólo podía
ser cerrada o abierta
por alguien desde el lado
de afuera.
Nadie podía tener
miedo de caerse o resbalar,
porque no había
espacio que lo permitiese.
Aunque no era mi obligación,
consideré importante
hacer una estactística
para el Departamento de
Carreteras y Rodovías
o para quien le pueda
interesar.
Contando al chofer, su
ayudante y todos nosotros,
daba la cifra de ciento
y veintitres pasajeros
que bajaron: ciento veintiuna
personas y dos guanajos.
Sólo nosotros sobrevivimos
hasta la Navidad. Los
guanajos deben haber sido
argumento del buen apetito
durante las fiestas. O
antes, porque sabemos
que el guanajo no muere
en la víspera.